Pablo nos presenta a Dios como un Padre presente en cada etapa de nuestra vida. En el pasado, nos eligió antes de la fundación del mundo (Efesios 1); en el presente, nos consuela en cada tribulación (2 Corintios 1); y en el futuro, nos guarda una herencia incorruptible (1 Pedro 1).
Dios es El Olam, el Eterno, y su paternidad no tiene límites de tiempo ni de
circunstancias.
Pablo no bendice lo que recibió, sino al que lo dio. No dice “bendito sea el milagro” o “bendito sea el regalo”, sino:
“Bendito sea Dios, el Padre.”
Porque lo más valioso no es lo que Dios hace por nosotros, sino quién es Él para nosotros.
Este Padre es:
Fuente de misericordias: su amor es activo, busca, alcanza, transforma.
Dios de toda consolación: no se va en medio del dolor, se queda hasta que estemos consolados.
La palabra “consolación” aparece una y otra vez en este pasaje porque Pablo quiere dejar claro que Dios acompaña a los suyos en medio del sufrimiento. Él consuela por su Espíritu, por su Palabra, y también a través de sus hijos e hijas.
Además, el sufrimiento, en manos de este Padre, tiene propósito:
Nos prepara para consolar a otros.
Nos impide confiar en nosotros mismos.
Nos enseña a dar gracias en todo.
Este es el Dios al que adoramos: un Padre eterno, lleno de misericordia, cercano en el dolor y digno de toda bendición.