En Juan 17, Jesús ora al Padre antes de ir a la cruz. Su deseo más profundo no fue solo por nuestra salvación, sino también por nuestra unidad. No una unidad superficial, sino una unidad real, profunda, perfecta.
No se trata de que todos pensemos igual o hagamos lo mismo, sino de caminar juntos hacia una misma meta, reflejando el amor de Dios.
La verdadera unidad nace del Espíritu y se sostiene con tres actitudes clave (Efesios 4:1-3):
Humildad: dejar el orgullo y escuchar a Dios antes que a nosotros mismos.
Mansedumbre: tener fuerza bajo control, como Jesús que, pudiendo defenderse, eligió amar.
Paciencia: saber esperar, sostenernos con fe aun cuando las cosas no suceden rápido.
Cuando vivimos con estas virtudes, dejamos de competir entre nosotros y empezamos a caminar como un solo cuerpo, como iglesia. Y eso tiene un impacto: el mundo puede ver a Cristo en medio nuestro.
Porque una iglesia unida no solo crece: vence. Vence al egoísmo, al conflicto, a la división y al enemigo.
Jesús no oró para que simplemente convivamos… sino para que seamos uno en Él.
Que esta semana vivamos buscando esa unidad perfecta. Porque cuando caminamos unidos, Cristo es glorificado y el mundo puede creer.